William, con el pasaporte en la mano, esperó su turno dedicándose a observar a uno de los huéspedes, octogenario en apariencia, que bebía a pequeños sorbos una taza de té, al tiempo que alzaba con la otra mano el platillo para, en caso de derramar algunas gotas, impedir que mancharan sus pantalones de color hueso, cosa por otra parte muy probable, habida cuenta de que, por culpa de un avanzado Parkinson, taza y platillo brincaban con desasosiego ante los alarmados ojos de una dama cuyo perfil se recortaba al contraluz del ventanal y quedaba aureolado por el resplandor que llegaba del jardín, donde los olivos centenarios hacían trizas un cielo limpio, y algunos pasos más abajo, la cala desierta, apenas hollada por el pie humano, se entregaba a una orilla cansada tras otro día de sol abrasador.
(El suplente del suplente - Xavier Calicó; Quatro, Ed. Folio: Barcelona, 2006)
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